Mi deseo para este 2023 es que las palabras, todas, vuelvan a ser usadas en su dimensión, correlato y definición. Recobrar su auténtico significado, porque se ha deformado a conveniencia, se ha pervertido arteramente. Ya nadie teme de su grandeza o su pequeñez. Poco a poco dejan de conmover a las mayorías, las vemos pintadas sobre carros o pancartas con consignas que nacen de la estupidez, la ignorancia, la emoción exacerbada o, quizás –peor aún– el cinismo más obsceno.
Vivimos en un mundo en el que, lejos de su lado luminoso, la gente ha dejado de comunicar la profundidad de la razón y los argumentos para exponer lo sensacionalista de la emoción en cada vez menos segundos que generen engagement, un click, un like, o —aún más ambicioso—, que logren ser viralizados y con ello, tocar ¿la fama efímera?
Y así, las palabras son prostituidas más allá de lo imaginable. Sin conexión veraz con la realidad, mucho menos con argumentación racional o, no exijamos tanto, la sensatez mínima que acompañe al decoro.
Las palabras se ahogan, se difuminan, se extinguen. Nos abren universos de información en un buscador, pero nos condenan a una burbuja en los algoritmos. Son nuestro derecho para hacer uso de la libertad de expresión, y también desde su uso frívolo y superfluo, nos aleja de quien piensa diferente o, involuntariamente, nos hace herir a quien queremos por su manera de ver, entender y explicarse el mundo.
No vale la pena dar ejemplos en este texto pues todo es susceptible de apelar a la indignación de unos u otros en la superficialidad de la sensibilidad que supone el consumo digital, basta revisar los trending topics de esa burbuja ficticia e irrelevante que supone Twitter, o las justificaciones que usan amigos o familiares como excusas para auto exiliarse de un grupo de WhatsApp, o las palabras que ilustran la carátula de un video de TikTok.
Caminar hacia la librería, al museo, a la sala de conciertos, al festival de artes escénicas, a los espacios de nuevos creadores, al teatro e incluso, al mirador más cercano para contemplar la ciudad y preguntarse: ¿he sido yo parte? ¿qué puedo hacer yo para rescatar una palabra?
Y si todo esto falla, o no nos es suficiente, siempre estará ahí la poesía, que sin importar la adversidad, podrá salvarnos con su único recurso: las palabras.
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